viernes, 23 de septiembre de 2016

52. "Arte y entendidos".

"Clara". 116x89
El saco del arte reconocido es acogedor y hospitalario cuando se ha tenido la suerte de haber caído dentro, merecidamente o no. Es mullido, calentito, hogareño, de boca estrecha, amplio en el fondo y profundo para acomodar en él cualquiera que esté en su radio de acción cual masivo agujero negro. Es capaz de engullir todo tipo de entendidos, tanto a los que se califican así ellos mismos, a los que son tildados de esa forma por otras personas, por la fortuna -en todas sus formas-,  por los medios de comunicación o por cualquier otra circunstancia. Posiblemente dentro de ese recipiente pueden acomodarse muchos licenciados, críticos en arte, galeristas, jueces de certámenes y artistas o no. Muchos de ellos son capaces de divulgar y hacer valer sus verdades y sentencias absolutistas sobre las tendencias artísticas en cuanto a calidad o creatividad, en cuanto a la obra que debe transmitir emociones sinceras o no, sobre la que debe provocar rechazo o admiración, o por la que se debería entrar en éxtasis abducido por el síndrome de Stendhal. Fuera de la atracción gravitacional del saco orbítan artistas y entendidos en arte que son capaces de evitar su radio de influencia, y deambulan por sus inmediaciones con el orgullo de ser capaces de resistirse a sus poderosas fuerzas centrífugas sin dejarse atraer hacia su profunda sima en cuyo fondo se encuentra -aunque lícito y bien aceptado por mí dentro del libre mercado- el dragón del negocio y la especulación.

Un profesor de arte al que sigo, dijo: “la obra de arte que necesita una explicación, probablemente no es una obra de arte”. Eso es, una obra de arte es capaz por sí sola de hablar y de dar un discurso sin tener voz y de explicar por sí sola lo necesario -"una imagen vale más que mil palabras"-. Ya transmite de primera mano lo que el artista quiso que transmitiera o lo que cada uno quiera entender que transmite, independientemente de que a cada observador le llegue de una forma u otra al intelecto, a su lado sensible, al alma o a donde sea que le ha de llegar. Por eso no es raro que algunos entendidos nos den una matraca explicativa y farragosa  sobre ciertas supuestas obras de arte, que a simple vista no parece que lo sean, y nos dejen boquiabiertos, noqueados, con cara de memos y desorientados... como para rebatir argumentos tan dispares, psicológicos, detallados, ilustrados y científicos. Y a ver quién es el menda que se atreve a decir que no ha entendido ni papa, ni ve tanta información, corriendo el riesgo por ello de quedar como un inculto del arte vanfuardista. Aquel mismo profesor también creía que una obra de arte no es capaz de realizarla cualquiera -a diferencia de lo que si ocurre con el mal llamado arte moderno o contemporáneo el cuál, como dice Avelina Lésper, se debe, si acaso, tildar como "estilo contemporáneo"- y que una obra artística debe y tiene que estar pensada y aún mejor si está muy trabajada, y que no sirve una obra en la que no se ha buscado la excelencia, la diferencia o la creatividad real, no imaginada, y que en función de eso mismo se distingue el artista del pintor.

"Esther". 65x54
Si yo fuera un artista del estilo contemporáneo y expusiera mis pinturas extravagantes en una sala de exposiciones en la que todo el mundo o la gran mayoría de la gente que entrara a verla no dedicara a contemplar cada obra un pequeño tiempo prudencial para disfrutarla o para admirarla, y contrariamente lo que hicieran es pasarse por delante sin prestarle atención o viendo la exposición entera desde la puerta de la sala, paseando la mirada -“espeluztacular” que diría Burt Simpson-, breve y altanera del espanto por el recinto; en tal caso, la frustración se haría compañera mía, independientemente de que yo como autor estuviese muy valorado en todos los rincones artísticos del planeta y mis obras valieran cada una lo que vale un edificio de apartamentos en la Quinta Avenida. Si me pasara eso, supongo que entraría en modo pena y no me quedaría otro remedio que darme cuenta que mis creaciones no interesan a nadie, salvo a ciertos entendidos en arte, los cuáles me van a dar una transcendencia en el tiempo bastante escasa, ya que quien realmente me la tendría que dar en tal caso, es el resto del mundo, que precisamente es el que me ignora. Seguramente en esa hipotética exposición extravagante vería gente que se reiría de los cuadros, gente que se quejaría del paseo que se han dado para nada, para perder el tiempo en algo muy publicitado, pomposo, difundido y presuntuoso y para ver a su artífice siendo agasajado por personajes aparentemente hipócritas. Sería algo como si alguien te hablara de un lugar donde se come de maravilla, con raciones generosas, sabores nuevos, con más estrellas que un general, con camareros atentos y halagadores, situado en un lugar idílico con vistas a a lo que parece un precioso lago. Pero resulta que uno va y el restaurante está vacío, las vistas son a un pequeño embalse, el camarero es más borde que un caniche, la comida es congelada, sosa y para localizarla en el plato necesitas un microscopio de barrido, y para rematar la faena te dan una estocada en la billetera. Quizás al fin y al cabo de lo que se trata es de hacer negocio, aunque sea a costa de no hacer arte, de especular con que lo que se va a comprar mañana valdrá un tanto por ciento más que pasado mañana -que me perdone Mark Rothko y similares porque posiblemente ellos no tengan culpa-. Entonces no podré llamarme artista, seré en tal caso un negociante, tratante, buhonero o vendedor de arte para ciertas minorías. Aunque si me dieran a elegir... 

Yo prefiero alucinar con Johannes Vermeer antes que con Vasili Kandinski, prefiero buscar el alma a los cuadros de Antonio Montiel antes que al inanimado Antoni Tapies, prefiero a Hernán Cortés antes que a Miquel Barceló, la dulzura y el sfumato de Leonardo da Vinci antes que la crudeza Edvard Munch, a Velázquez antes que a Joan Miró, a Claude Monet antes que a Marcel Duchamp, la luz y naturalidad de Nikolay Suryguin, Arsen Kurbanov, Antonio López o Joaquín Sorolla antes que lo que yo creo que son salidas de tono de Damien Hirst o Gerhard Richter o Chris Ofili y sus cuadros con excrementos de elefante. A lo mejor soy "rarito" pero qué le vamos a hacer, me cuesta cambiar y mi opinión debe ser respetada como la de cualquier otro, como será respetable la de los que a mi me censuren por opinar así o por lo que yo hago. 

Opino que un montón de arena con una pala clavada, una taza de váter, medio vaso de agua, un motor de lavadora viejo, unas bolas de papel de aluminio tiradas por el suelo, un fregonazo en un lienzo o un hígado deshidratado en un plato, no pueden ser obras de arte, ni dicen o transmiten nada más que lo que son. Y si ser artista es ir a buscar todo eso a un vertedero, a un almacén, a un matadero o al frigorífico y colocarlo en un museo o sala de arte, me parece que en este mundo somos al menos 7.000 millones de artistas en potencia, y aumentando cada día.

"Henar". 81x65
Con todo ello quiero decir que el arte de fama relacionado con el estilo contemporáneo en cuanto a crítica y opinión de algunos, va generalmente por un lado y la opinión de lo que otros creen que es “la plebe desinformada” va por el lado opuesto hacia las playas tranquilas de la lógica y del buen gusto.

Si uno se pasa por certámenes de pintura puede ver cómo se premian, elogian y seleccionan pinturas que parece que las hubiera hecho un chimpancé esquizofrénico bipolar, en detrimento de verdaderas obras de arte que llevan decenas o cientos de horas de trabajo, obras que pocas personas en el mundo serían capaces de ejecutar tan bien, obras a las que no se da valor por no sé qué razones que no son capaces de explicar ni los propios “entendidos en arte”. Y, o bien no pueden darse a entender o bien no quieren que se les entienda porque luego todo el mundo entendería y si todo el mundo entiende, puede que se acabe el pastel. Seguramente muchos no dicen lo que piensan porque no es “cool” o porque se les pueda apartar de grupos tan selectos. 

Lo mismo ocurre con concursos de pintura rápida, en los que se tiene que plasmar por obligación en unas horas tal o cual municipio y sus alrededores. A veces se queda uno boquiabierto al ver cómo se premian obras abstractas, obras que al parecer solo unos pocos son capaces con sus superpoderes de distinguir el lugar que se ha sugerido; se supone que los artistas han ido a pintar lo que se ve, según suelen decir las bases de los certámenes y de forma realista, donde el parecido o exactitud sean las mayores virtudes, digo yo... Pues no, premian como digo, en ocasiones, un cuadro que bien pudiera ser cualquier cosa o cualquier lugar del sistema solar. Premian, a veces, obras realizadas en media hora, incluido el rato del bocadillo, en detrimento de verdaderas joyas llenas de luz, perspectiva, exactitud, esfuerzo y creatividad. No me extraña que muchos de esos certámenes estén perdiendo popularidad de año en año y se vean privados de grandes artistas que no ven recompensado su trabajo e ilusión, porque la lógica ha abandonado el lugar dando paso al esperpento y a las injusticias.

Muchos entendidos en arte encuentran creatividad donde no la hay y le dan ese calificativo a tal o cual obra para encasillarla aquí o allá según convenga, según el estilo o yo qué sé. 

Si todos los entendidos en arte lo fueran realmente y se rigieran por sanos criterios, seguramente casi todos coincidirían en premiar a los mismos cuadros; sin embargo ni ellos mismo se ponen de acuerdo cuando se trata de un grupo juzgador. Curiosamente se recompensan diferentes obras cuando son distintos los grupos que juzgan, lo que me deja claro que la valoración objetiva de una obra de arte relacionada con reglas artísticas, no existe, que se trata de algo subjetivo, o como mucho tendencioso, ligado a criterios o gustos personales de cada juez, crítico, o lo que sea, según él crea; a lo mejor incluso, otro día con un humor o talante diferente hubiera elegido otras obras distintas.

Hay algo curioso que ha calado profundo en la sociedad y que todo el mundo se repite ante una obra expuesta, pudiendo ser ésta de un gusto pésimo o un adefesio vergonzante, que aunque no le entre por el ojo al observador, éste se diga... "será que no entiendo", como echándose uno mismo la culpa de ellos, en vez de decir que no le agrada, pese a quien pese. No a todo el mundo le gustan los mismos guisos que a otros, los mismos pisos o coches, vestidos o trajes, ni el mismo vino o el mismo color de uñas. y no por eso se dicen que "será que no entiendo", decimos directamente que esto o aquello no me gusta, respetando normalmente que a otros sí le pueda gustar.

"Juani II". 65x50
Damos por hecho que algo, simplemente por estar colocado en una exposición o en un museo tiene que admitirse que es una obra de arte, si está allí es porque alguien pensó, acertadamente o no, que debería estar, nada más. El hecho de exponerse un objeto en un lugar emblemático ya nos da la percepción de que estamos ante una obra de arte. Creo que el lugar de exposición no hace a la obra, sino que es la obra la que engrandece el lugar.

En la última exposición que hubo en el Museo del Prado de El Bosco, independientemente de la cantidad de personas que fueron a verla, centenares de miles, daba gusto ver cómo el personal se agolpaba ante cada obra y se quedaba embobado durante minutos y minutos, algunos visiblemente emocionados, atacados por el síndrome de Stendhal, otros no tanto, pero todos admiraban sin pestañear les genialidades oníricas plasmadas en lienzo por el autor. El Museo parecía la calle Preciados en rebajas. Sin embargo he visto exposiciones de artistas contemporáneos renombrados, cuyas obras se valoran más que las de El Bosco, en las que se batían todos los rècords de fugaz permanencia frente a cada obra, de las que no se despegaban antes porque se empeñaba, contorsionando las vértebras cervicales como Regan, la niña de la película El Exorcista, en busca de algún sentido a lo que estaban presenciando.  

"Pilar". 64x54
Concluyo con que creo que el estilo contemporáneo es más bien negocio que va por un camino, y que el verdadero arte, el del pueblo llano, el que gusta a todo el mundo, va por otro, pero sin duda que el primer camino, además de estrecho y lleno de baches, morirá en algún precipicio, como parece que ya está ocurriendo, mientras que el segundo, además de ancho y con buen firme, acabará donde ha acabado siempre, en una plaza repleta de gente en una ciudad monumental y soleada o en un paraje bonito.

No sé si quien ha invertido en unas gafas rotas, en una bicicleta vieja cuya peculiaridad era que las ruedas estaban infladas con aire de París y por eso valía seis mil euros, un ciempiés disecado colgando de un hilo, una taza de water amarillenta, una barbacoa mugrosa, en carrasco seco o en medio vaso de agua, vendido por quince mil euros, disfrutará de ese arte o lo revenderá o lo meterá en un almacén para revenderlo en su día. Supongo que la historia nos dará la razón a los que pensamos así, y si no, que se nos perdone por no entender de arte.  

Ser artista reconocido sólo por el mercado, en cierto modo da pena. Aunque quizás también da más pena el caso contrario, ser un buen artista, un genio, dedicado a lo que pudiera ser el gran sueño de su vida, y que el reconocimiento sólo lo obtenga del pueblo llano sin que eso se tradujera en modestos emolumentos. No sé.

El Cuento del traje nuevo del emperador:

Hace muchos años vivía un rey que era comedido en todo excepto en una cosa: se preocupaba mucho por su vestuario. Un día oyó a Guido y Luigi Farabutto decir que podrían fabricar la tela más suave y delicada que pudiera imaginar. Esta prenda, añadieron, tenía la especial capacidad de ser invisible para cualquier estúpido o o incapaz para su cargo. Por supuesto, no había prenda alguna sino que los pícaros hacían lucir que trabajaban en la ropa, pero estos se quedaban con los ricos materiales que solicitaban para tal fin.

Sintiéndose algo nervioso acerca de si el mismo sería capaz de ver la prensa o no, el emperador envió primero a dos de sus hombres de confianza a verlo. Evidentemente ninguno de los dos admitieron que eran incapaces de ver la prenda y comenzaron a alabar a la misma. Toda la ciudad había oído hablar del fabuloso traje y estaba deseando comprobar cuán estúpido era su vecino.

Los estafadores hicieron como que lo ayudaban a ponerse la inexistente prenda y el emperador salió con ella en un desfile, sin admitir que era demasiado inepto o estúpido como para poder verla.

Toda la gente del pueblo alabó enfáticamente el traje, temerosos de que sus vecinos se dieran cuenta de que no podían verlo, hasta que un niño dijo: "¡Pero si va desnudo!"

La gente empezó  a cuchichear la frase hasta que toda la multitud gritó que el emperador iba desnudo. El emperador lo oyó y supo que tenían razón, pero levantó la cabeza y terminó el desfile.

Toda la gente del pueblo alabó enfáticamente el traje, temerosos de que sus vecinos se dieran cuenta de que no podían verlo, hasta que un niño dijo: "¡Pero si va desnudo!"

La gente empezó a cuchichear la frase hasta que toda la multitud gritó que el emperador iba desnudo. El emperador lo oyó y supo que tenían razón, pero levantó la cabeza y terminó el desfile.

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