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Enjuto se había quedado después de varios años por una agonía emocional que le dejó sin fuerzas que su orgullo nunca quiso reconocer, y por otra agonía en forma de humo que le envenenó y al final le redujo a cenizas; agonías ambas que poco a poco le fueron carcomiendo y haciéndole mermar. La vida, el karma, el universo o quien maneje estas cosas le había llevado a una situación depauperada, dejándolo en los huesos y haciéndole parecer un fantasma de otra persona, la que fue cuando tenía toda la vida por delante. Fue un robusto, alto y bello roble, altanero y recio, con cierta prepotencia y con mirada altiva, consecuencia de su situación privilegiada dentro del ecosistema humano. Era difícil de creer por quien no lo hubiera conocido, que ese cabizbajo y gruñón señor que vagaba siempre solitario, al que la ropa le quedaba grande, que caía mal a casi todo el mundo, que ocultaba su analítica mirada bajo la visera de su gorra de pana marrón, que siempre tenía frío y al que la sonrisa y la alegría le habían abandonado hacía mucho tiempo, hubiera sido un roble. Posiblemente un roble nacido para ser frondoso y dominar la parte alta del bosque, pero este roble dejó que la niebla corrupta de los pecados capitales con la que se acostumbró a convivir y a la que no supo despejar, le depositara encima su humedad envenenada que le cubrió las hojas y le pudrió las entrañas, niebla que no le dejó ver el negro horizonte con el que se estrellaría, horizonte que se le acercaba al galope a lomos del ese nervioso purasangre que es tiempo.